Radioactive. Prologo

5:00 AM.

Me despierto de mi profundo sueño gracias a las luces que se asoman por mi ventana. Para ser artificiales, joden tanto o más que el verdadero sol, y eso que el de aquí te mataría en un minuto sin protección. Tal vez pienses que estoy exagerando por la falta de sueño o porque el mundo está en apocalipsis, pero te puedo asegurar que yo no soy como Gumball. Yo no le pongo maripositas ni endulzo las cosas. Yo si digo la verdad tan jodida como es.

Mis pulmones arden cuando respiro. Esto me pasa por estar rodeada todas las mañanas del aire contaminado. Te preguntaras porque esta contaminado, ¿no? Bueno, necesitarías estar toda una mañana con el Príncipe Gumball para que el te explicara todas las razones físicas, químicas y sociales de porque el mundo es una mierda, pero yo seré más simple: Antes de la Guerra de los Champiñones los humanos descubrieron un montón de hongos, los cuales eran radioactivos —si no sabes que significa, búscalo en algún libro, yo no estoy de humor para explicártelo—, los usaron para maquinas y cosas, pero luego los seres mágicos los quisieron, comenzó la Guerra y… ¡PUM! Todo se fue a la mierda.

Luego de miles de años las cosas volvieron a la normalidad, y así estuvieron durante los primeros 16 años de mi vida. Pero luego se volvieron a convertir en una mierda gracias a que “alguien” –aun no sabemos quien fue, si lo supiera ya le habría pateado el culo– encontró uno de los hongos apagados e hizo que este explotara. Y gracias a eso es que todos los seres vivos que sobrevivimos estamos aquí, en este maravilloso y gigante edificio —o prisión, como yo le digo— que Gumball construyo bajo tierra.

Lo llamo prisión porque no tenemos permitido salir —uff, por fin llegue a esta parte. Tanta historia me estaba dando dolor de cabeza—. Obviamente, yo no suelo hacerle caso a esa estúpida regla. Se me hace muy difícil pasar tanto tiempo aquí, encerrada, con la misma gente, haciendo las mismas cosas. Es extremadamente aburrido. Puede que el sol artificial y las tareas que me dan ayuden un poco, pero no tanto. Por eso es que me paro todos los días a las 5:00 de la mañana, justo dos horas antes de que todo el mundo se despierte a trabajar, y salgo por la puerta secreta que descubrí mi primera noche aquí, hacia el exterior, hacia ese desierto infinito que fue hace tanto tiempo las verdes praderas de Aaa. A la mayoría de las personas les deprime esta vista —no malinterpretes. No los juzgo, a mí también me deprimía—, pero me encanta ver el amanecer. Aunque ignorando el amarillo enfermizo que lo enmarca, claro.

Suelo aspirar todo el aire que puedo, quitarme la máscara de oxigeno y la chaqueta de protección —Ojo, no me quito ni la camisa manga larga ni el pantalón, tampoco quiero morir como una pendeja por insolación radioactiva–, cierro mis ojos y siento el calor del sol, imaginando por 30 maravillosos segundos que estoy en las mismas praderas de mi infancia, que tan solo tengo que voltearme para encontrar a Cake esperándome, dispuesta a preguntarle “¿Qué hora es?” como siempre hacíamos, para luego ir  a hacer alguna misión de Gumball o matar a algún monstruo.

Lamentablemente esos 30 segundos no son eternos.

Luego de abrir los ojos la realidad siempre me golpea, aunque no tan fuerte como la necesidad de aire o como el ardor de mi piel por toda la radioactividad que emana el sol.

Sip, así es.

Ya descubriste porque mis pulmones me arden como dos chorizos al carbón.

Mierda. Contar historias da hambre.